Artículo: Pragmatismo, libertad y transgresión en las pícaras barrocas. Mireia Baldrich
El rasgo temperamental más llamativo de este cuarteto
literario es que Justina, Elena, Teresa y Rufina manifiestan una duplicidad de
la personalidad. Con esto quiero decir que las pícaras, escudadas en su
femineidad, encubren un decidido varón. Lo que es lo mismo, en la proyección
del personaje se produce una clara usurpación de géneros y simulación de
rasgos: las protagonistas rebasan los límites de su propia naturaleza para
apropiarse de la ajena. Si el liderazgo, la rebeldía, el coraje, la libertad,
la ambición y el pragmatismo son semblantes considerados masculinos, nuestras
heroínas presumen de todos estos ademanes con asombrosa destreza. Las pícaras
orquestan y ejecutan las tramas, toman la iniciativa en las relaciones
afectivas, son dueñas de su libertad y sienten un profundo deseo de prosperar
económicamente, aunque los caminos para conseguirlo sean ilegítimos e infames.
Justina se autodefine como: «una pícara, una libre, una
pieza suelta» (p.26), y la vemos pulular, sin cortapisas y alegremente, por
Mansilla de las Mulas. Este desdoblamiento de carácter se ve muy bien cuando
consigue zafarse de la pandilla de estudiantes de la Birgonia que pretende
ultrajarla y a los que vence emborrachando, escarmentándolos y apoderándose de
sus enseres. La protagonista de Salas Barbadillo, Elena, es una «vil ramera»
que abandera una mentalidad muy varonil
en la orquestación de
las estafas, en
el «donjuanismo burlador» del que hace gala para lucrarse de los hombres
que le interesan, pero también en su bilioso carácter que la convierte en una
asesina. El raudal de sucesos acumulados en la biografía de la tercera pícara,
Teresa, confirma una condición masculina muy resuelta y atrevida. Teresa es
«una buscona de marca mayor», y acumula en su historia aventuras insólitas: se
casa cuatro veces, desempeña varios oficios, ejecuta diferentes estafas y
burlas, vive sucesivos desplazamientos, se ve envuelta en un crimen brutal y es
adúltera. Además, es tan capaz de escapar de un intento de violación de unos
facinorosos salteadores como lo es de usurpar la identidad de la hija de un
capitán malagueño para ascender socialmente y de camelar a los hombres por puro
interés económico. El desdoblamiento en ella llega a ser integral, ya que
logrará independizarse y vivir de su profesión: ostentará un salón de belleza y
se hará actriz de talento. Finalmente, Rufina es una «moza libre y liviana»
cuyas peripecias vitales se inician siendo «muy amiga de la ventana» y con dos
cadáveres a sus espaldas que sitúan a la protagonista en el disparadero de la
delincuencia profesional, estafando a ricos y viejos caballeros con un aplomo y
arrojo turbador que la convierten en la más sagaz e implacable de sus
homólogas. Las pícaras literarias del siglo XVII, por tanto, buscan
realizar sus vidas de manera plena y sin renunciar a sus sueños de oropeles y
envolturas. Una conducta indomable que no se resigna a soslayar el riesgo y la
aventura, porque son parte ineludible del viaje que las llevará hacia esa nueva
realidad imaginada, vedada para ellas. Esta libertad moral viene acompañada de
una autonomía en los desplazamientos que analizaremos más adelante y que se
corresponde con el tópico preceptivo del viaje —aunque no exclusivo del
género—, que Justina, Elena, Teresa y Rufina acomodan a sus historias. Vivirán,
para realizar su sueño, experiencias profundas —intentos de violación, palizas,
deshonras, penas de muerte, etc.— porque no ahogan sus instintos, sino que
tratan de colmarlos, actuando como piezas sueltas de un sistema incapaz de
detenerlas. En realidad, la subversión de las pícaras se da por la inclinación
irrefrenable de los placeres del cuerpo sobre los del alma y porque se sienten
aherrojadas por su entorno. Su incurable materialismo las lleva a violentar las
reglas morales más potentes y los dogmas más autorizados. Son, por tanto,
mujeres que se perciben como amenazas del orden social establecido; transgreden
la reclusión y la vigilancia impuesta de la ley y la moral civil y reaccionan
en contra, circulando libremente, infamando el honor de la potestad masculina
que residía en el proceder sexual de la mujer. La procacidad de estas cuatro
figuras femeninas las convierte en pecadoras a los ojos de Dios y en unas
insurrectas sociales, muy alejadas de los parámetros y exigencias patrísticas
de la época. Conscientes de la inferioridad en la que viven, como mujeres libres, inician sus historias al
margen del statu quo social, cruzan
los límites hacia una independencia que solo puede arrastrarlas al desastre o a
la marginalidad. Sin embargo, la realidad ficticia de estas cuatro vidas
presenta otras posibilidades: contra todo pronóstico, ellas consiguen —a
excepción de Elena— sortear la marginación a la que están predestinadas,
integrándose en la estructura social. Un final tan controvertido como
¿inverosímil? que nos obligará a reflexionar sobre ello detenidamente.
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